Era un semanario de sucesos. Se llamaba El Caso. Su existencia fue longeva e infinitos los adictos a sus crónicas de sangre. No sé si se le ocurrió a sus responsables el glorioso lema de que la historia de un país se escribe a raíz de sus crímenes, o si lo acuñó algún sociólogo especializado en truculencia. En cualquier caso, sabían la cantidad (no calidad) de audiencia que desde tiempos ancestrales posee el morbo de los asesinatos, las amenazas, las torturas, los secuestros, la anormalidad, la psicopatía, la sordidez.
Debe de ser reconfortante sentirse amurallado en tu casa o en tu hogar (no es lo mismo, cada vez hay más templos de soledad, más casas, muchas de ellas compartidas con un perro, menos hogares) asistiendo a través de la televisión a tragedias que le ocurren al prójimo. Estremeciéndose, asombrándose, compadeciéndose, pero a salvo del mal en tu castillo, mientras los lobos aúllan fuera y los dragones escupen fuego.
Y los audímetros imponen la mercancía. Me hablan en los informativos y en los magacines matinales del hombre con el pene amputado, la enfermera que ejercía de ángel de la muerte cargándose a no sé cuántos pacientes, las matanzas que filman sus autores en un colegio de Brasil y en una mezquita de Nueva Zelanda, la última imagen en un supermercado de la violada y asesinada Laura Luelmo, el descuartizador de su santa madre, el asesino múltiple que ingería Trankimazin antes de sus degüellos, la chantajista carta que le escribe desde la cárcel El Rey del Cachopo a la madre de su presunta víctima, el depredador sexual de Sevilla contra el que previene la CIA, los dos niños que fueron asesinados por sus padres..., y así hasta el infinito.
Imagino que los programadores cada vez que notan cierto desfallecimiento en su audiencia inyectan esta droga dura con efectos inmediatos. La publicidad se lo agradecerá, saldrán las cuentas, el gran negocio continúa.
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