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martes, 12 de marzo de 2019
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Viento de hierro
En 1960 Martín Chirino, que tenía 35 años, fue uno de los incluidos en la colectiva de abstractos españoles comisariada para el MoMA neoyorquino por uno de sus curators, el gran poeta Frank O’Hara. Otro vate estadounidense, Bob Kaufman, dijo entonces que el viento del grancanario, si te cae sobre el pie, te lo destroza. Culminaba así la primera fase de una aventura iniciada circa 1950 en su isla natal. Veinteañeros ambos, tanto Manolo Millares como él, ambos de la Playa de las Canteras, anhelaban el enraizamiento en una tradición otra, la de los primitivos pobladores del archipiélago, cuyos testimonios artísticos tenían a mano en el Museo Canario. Millares con sus aborígenes y sus pictografías canarias, Chirino con sus Reinas negras y sus vientos, seguían en esto el ejemplo del Óscar Domínguez de Cueva de guanches. En el caso del escultor, se cruzaría pronto en el camino la forja castellana: esos meses del año 1957 que pasó en Cuenca, donde en una de la calle Herrerías (todo cuadraba), brotaron La espada (que lógicamente iba a fascinar a Cirlot) y otras de las herramientas poéticas e inútiles, muy “dibujo en el espacio” gonzalezco, que un año después presentó en el Ateneo de Madrid, en su primera individual, que le valió la membresía de El Paso, cofundado por su amigo. La reja y el arado se tituló su contribución, en 1959, al número El Paso de Papeles de Son Armadans.
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