Había dos Españas, una negra y otra en tecnicolor en aquellos años cincuenta del siglo pasado, una de gente derrotada con el hambre a cuestas y otra de vencedores con camisa azul, que también podían ser estraperlistas de esmoquin blanco. Sobre este país aplastado por la dictadura se había abatido Hollywood con toda una lluvia de estrellas. Era entonces Gerardo Vera un niño de 10 años, hijo de un prepotente jefe de Falange, cuya familia adinerada habitaba un viejo caserón en Torrelaguna, patria del cardenal Cisneros. En aquella mansión destartalada la vida le regaló a este niño un primer milagro, que después, ya de mayor, le impulsaría a aceptar como un hecho natural cualquier loca fantasía. En 1957, en tierras de Ávila se estaba rodando la película Orgullo y Pasión, de Stanley Kramer y los protagonistas se alojaron en su casa, la más distinguida del pueblo, convertida también camerino. Gerardo Vera a los 10 años presenció cómo la realidad se transformaba en una ficción. En la misma habitación donde dormía maquillaban para el rodaje a Sofía Loren y a Cary Grant, una visión infantil de la que ya le fue imposible recuperarse. Aquellos seres de carne y hueso ante sus ojos bajo distintos disfraces se convertían en personajes de otro mundo, como sucede con las vírgenes y los santos, a los que visten y adornan, antes de sacarlos en procesión. De hecho, todavía hoy Gerardo Vera no ha podido olvidar los ojos de Sofía Loren, la minuciosa manipulación con que le implantaban las pestañas postizas y tampoco las manos enormes de Cary Grant, que lo levantaron en vilo, ni la figura de un tipo flaco y enteco que era Frank Sinatra sentado en su cama.
Poco después, sus padres lo llevaron a ver en el cine del pueblo El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. de Milley allí el niño en la oscuridad de la sala experimentó por primera vez una extraña y excitante turbación al percibir que no podía apartar la mirada del atractivo varonil de Charlton Heston; en cambio le importan muy poco las bellísimas acrobacias de la trapecista Betty Hutton. Aquella misteriosa pulsión ante la belleza masculina comenzó a inquietarle hasta el punto de pedir a sus padres que lo llevaran al oftalmólogo por si se trataba de una desviación de los ojos. En realidad, el niño había comenzado a ver el mundo y a sentirse el cuerpo a su manera, aunque aún no lo sabía.
Dos años después, en diciembre de 1959, ya no era un extraterrestre de Hollywood, sino el propio presidente Eisenhower quien aterrizó en Madrid con el encargo de abrazar en público al dictador como pago del regalo de las bases y entre el público que abarrotaba la Gran Vía para verlo pasar junto a Franco en coche descubierto había un niño llamado Gerardo Vera con una banderita de las barras y estrellas en la mano. Con otros niños de su colegio lo habían colocado frente al cine Palacio de la Música. En aquella Gran Vía todo era gris, marrón, negro, los abrigos, las bufandas, los sombreros, el uniforme de los guardias, los coches, e incluso el despliegue de aquella parada militar, todo oscuro salvo los colores vivos, rojos, verdes y amarillos de la apabullante cartelera de la película Los Diez Mandamientos, con Moisés y el faraón Ramsés II como dos gigantes en bellísimos dibujos del cartelista Mac, que ocupaban media fachada.
En ese momento Gerardo Vera quedó abducido de nuevo por la realidad de los sueños y comenzó a reproducir carteles llamativos de películas en el cuaderno de dibujo del colegio. La semilla arraigó en su inconsciente y a partir de entonces, ya adolescente, comenzó a cabalgar un caballo imaginario y este impulso lo llevó a convertirse con el tiempo en uno de los principales escenógrafos del cine y del teatro español. Se licenció en Filosofía y Letras con la especialidad Filología Inglesa. Participó en varios grupos de teatro independiente. Aquel joven vástago de una familia franquista se convirtió en un artista contestatario y en medio de la farándula lo encontrabas en todos los frentes contra la dictadura, desde aquel mítico Castañuela 70 del grupo el Tábano hasta El Idiota de Dostoievski que ahora dirige en el María Guerrero. Escenógrafo, figurinista, director artístico, director de escena, director de cine y de teatro, montador de óperas, en Gerardo Vera se ha dado el caso de un talento apasionado que desde aquel cuaderno de dibujos del colegio le ha obligado a ganar espacios hasta apoderarse por completo del mundo del espectáculo.
Pero Gerardo Vera no ha dejado de ser aquel niño deslumbrado por los ojos de Sofía Loren, aupado por las manos grandes de Cary Grant en aquel caserón de los milagros de Torrelaguna. En la película Orgullo y Pasión, actuó de extra sin frase, empujando un gran cañón, un joven llamado Adolfo Suárez. Si este figurante del montón llegó después a presidente del Gobierno, también aquel niño se sirvió de las largas pestañas postizas de Sofía Loren como trapecio para columpiarse y dar a su antojo el tripe salto mortal en el mayor espectáculo del mundo, sin red y sin Charlton Heston.
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