El otro día me encontraba en una conferencia hablando del estancamiento de los salarios y el gran aumento de la desigualdad. Hubo debates muy interesantes. Pero una cosa que me sorprendió fue que muchos de los participantes supusieran sin más que los robots constituyen una parte importante del problema, que las máquinas se están quedando con los trabajos buenos, o incluso con los trabajos en general. La mayoría de las veces, esto no se presentaba ni siquiera como una hipótesis, sino como algo que todo el mundo sabe.
Y esta suposición tiene repercusiones reales en el debate político. Por ejemplo, buena parte de la agitación a favor de la renta básica universal proviene de la creencia de que los puestos de trabajo escasearán cada vez más a medida que el apocalipsis de los robots se haga con la economía. De modo que me parece buena idea señalar que, en este caso, lo que todo el mundo sabe no es cierto. Las predicciones son difíciles, sobre todo las relativas al futuro, y es posible que los robots vengan uno de estos días a hacerse con todos nuestros puestos de trabajo. Pero la automatización no es la parte principal de la historia de lo que les ha ocurrido a los trabajadores estadounidenses a lo largo de los últimos 40 años. Es verdad que tenemos un serio problema, pero tiene muy poco que ver con la tecnología, y mucho con la política y el poder. Retrocedamos un momento y preguntémonos qué es, en cualquier caso, un robot. No tiene por qué parecerse a C-3PO, ni rodar por ahí diciendo “¡Exterminar! ¡Exterminar!” Desde un punto de vista económico, un robot es cualquier cosa que utilice la tecnología para efectuar una tarea antes realizada por humanos.
Y en este sentido, los robots llevan literalmente siglos transformando nuestra economía. David Ricardo, uno de los padres fundadores de las ciencias económicas, ya escribió sobre los efectos perturbadores de la maquinaria en 1821. Hoy en día, cuando la gente habla del apocalipsis de los robots, en general no piensa en cosas como la minería a cielo abierto o en la minería de remoción de cimas. Pero estas tecnologías transformaron por completo la minería: la producción de carbón casi se duplicó entre 1950 y 2000, pero el número de mineros del carbón cayó de 470.000 a menos de 80.000.
O piensen en la contenerización de cargas. Antes, los estibadores constituían una parte importante del paisaje en las grandes ciudades portuarias. Pero mientras que el gran comercio mundial se ha disparado desde la década de 1970, la proporción de trabajadores estadounidenses que se encargan del “manejo de cargamentos marítimos” se ha reducido casi en dos tercios.
Por lo tanto, las perturbaciones tecnológicas no son un fenómeno nuevo. Así y todo, ¿se están acelerando? No, según los datos. Si los robots estuviesen de verdad sustituyendo masivamente a los trabajadores, sería de esperar que la cantidad de cosas producidas por cada trabajador restante –la productividad laboral– se disparase. De hecho, la productividad creció muchísimo más entre mediados de la década de 1990 y mediados de la de 2000 que desde entonces.
De modo que el cambio tecnológico es una vieja historia. La novedad es que los trabajadores no están compartiendo los frutos de ese cambio tecnológico. No digo que afrontar ese cambio fuera fácil alguna vez. El descenso del empleo en el sector del carbón tuvo consecuencias devastadoras para muchas familias, y muchas de las anteriores zonas carboníferas no se han recuperado nunca. La pérdida de trabajos manuales en las ciudades portuarias contribuyó sin duda a la crisis de las décadas de 1970 y 1980.
Pero aunque siempre ha habido víctimas del progreso tecnológico, hasta la década de 1970 el aumento de la productividad se tradujo en un aumento de sueldo para la gran mayoría de los trabajadores. Después se rompió la conexión. Y no fue culpa de los robots. ¿A qué se debió esa ruptura? Cada vez más economistas, aunque no todos, coinciden en que uno de los factores clave en el estancamiento de los salarios ha sido la disminución del poder de negociación de los trabajadores, una disminución cuyas raíces son en última instancia políticas.
De manera más obvia, el salario mínimo federal, ajustado a la inflación, ha caído un tercio a lo largo de los últimos 50 años, a pesar de que la productividad de los trabajadores ha aumentado un 150%. Esa divergencia ha sido pura y simplemente política.
El debilitamiento de los sindicatos, que en 1973 protegían a la cuarta parte de los trabajadores del sector privado pero solo al 6% en la actualidad, tal vez no tenga un origen tan claramente político. Otros países no han experimentado el mismo debilitamiento. Canadá está tan sindicalizada ahora como Estados Unidos en 1973; en los países nórdicos, los sindicatos cubren a dos tercios de la población activa. Lo que ha hecho que Estados Unidos fuese tan excepcional ha sido un entorno político profundamente hostil a la organización laboral y afín a los empresarios enemigos de la sindicalización.
Y el debilitamiento de los sindicatos ha cambiado mucho las cosas. Piensen en el trabajo de camionero, que solía ser bueno, pero por el que ahora se cobra un tercio menos que en 1970, con unas condiciones de trabajo terribles. ¿Dónde radica la diferencia? La desindicalización ha sido una parte importante de la historia. Y estos factores cuantificables son meros indicadores de un sesgo sostenido y generalizado contra los trabajadores en nuestra política.
Lo que me lleva de vuelta a la pregunta de por qué hablamos tanto de robots. La respuesta es que es una táctica de distracción, una forma de no afrontar la manera en que nuestro sistema está amañado contra los trabajadores, del mismo modo que el debate sobre la “falta de cualificación” era una forma de desviar la atención de las malas políticas que mantenían alto el desempleo. Y los progresistas, sobre todo, no deberían caer en este fatalismo simplón. Los trabajadores estadounidenses pueden y deberían tener mejores condiciones de trabajo. Y en la medida en que no las están consiguiendo, la culpa no es de los robots, sino de nuestros dirigentes políticos.
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